Hay noches inolvidables, noches horriblemente preocupantes, noches sin fin, noches durmiendo, noches extrañas, noches... hay muchas noches, pero hoy me he dado cuenta de una cosa. Yo no lucho por tener noches increíbles, ni noches lujuriosas, ni noches de esa clase, yo lucho por la clase de noches que diré ahora:
“Póngame una birra por favor”. No se acaban las conversaciones, y no hay ni una que no contenga una risa. Pues no hay temores ni preocupaciones, fluye el placer por el palpitante corazón contento y despierto. Dos cervezas en una noche, pues no se necesita más, incluso una ya sería suficiente, o ninguna. Recuerdos... cuantas hazañas narramos y ¿cuantas nos quedan por hacer? Pocas no. Pues no hay nada que temer ni preocupar y ni si quiera hace falta abrazar a nadie para comprender cuanto aprecio hay entre las palabras que se dicen. Son pocas personas y ya va bien. Hay poca gente en la terraza del bar, incluso dentro, y ya va bien, aunque sea para jugar tranquilos al billar. Sentido a la vida, guerras, injusticia... a todo se le da un descanso, se pregunta por las experiencias recientes de cada uno y... los otros no solo escuchan las palabras... se las beben! Y las hacen suyas, pues los “lánguidos besos de una mujer pasada, las grandes noches de unos días en vacaciones, los amigos extraños, los locos pero simpáticos, los amigos que faltan, los que no faltan” y tantas cosas más son las que hacen beberse las palabras, porque no solo son interesantes, sino que están llenas de aprecio.
Expresiones de asombro, de agradecimiento, de aprecio, de felicidad, de sinceridad, de un fuego que ha encendido esta tinta a ser escrita.
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