La oscuridad empezó a convertirse en formas suaves y
brillantes. Los árboles se movían y el viento soplaba. El frío, que húmedo me
acariciaba la cara, olía a hojas mojadas. Truenos gritaban primero y se
mostraban luego a lo lejos, enseñando sus majestuosos cúmulos espesos e
inmensos flotando encima de su fuerza deslumbrante. Las estrellas casi no se
ven, solo una suave y fuerte al norte, y la luna se confunde entre la
esponjosidad de las nubes poco iluminadas de rojo por debajo por las formas
suaves que se repiten por la ciudad. Miro la ciudad, me pierdo y miro a la única
estrella perdida y sola que encuentro. Llueven lánguidas gotas minúsculas que
bailan zigzagueando todo el camino antes de confundirse con las formas suaves y
brillantes. La estrella me mira y yo me dirijo a su infinidad, me intento
imaginar la triste imposibilidad que nos separa y me olvido de mi cuerpo. El
cielo se vuelve negro, desaparece, todo menos la estrella quien no para de
mirarme. Las hojas se agitan suaves por el reflejo de las formas suaves
mientras rugidos ardientes gritan antes de atacar a lo lejos. Y esa estrella…
tan suave y sola… es ella quien me recuerda que hay pocas cosas que importan en
esta vida.
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